viernes, 18 de mayo de 2012

Autores varios. Las mil caras del monstruo. Sevilla, Bracket Cultura, 2012. Edición y prólogo de Ana Casas. 168 pp.

En el ámbito de la no ficción, la teratología es el estudio de las anomalías y monstruosidades del organismo animal o vegetal. El anatomista y embriólogo alemán Johann Friedrich Meckel (1781-1833) es considerado uno de los fundadores de esta disciplina científica. En sus investigaciones acerca de los monstruos, estableció las diversas relaciones entre las características anómalas de una especie y las formas normales en otras especies. Pero ¿qué es un monstruo? Un monstruo, de acuerdo con el Diccionario de la lengua española es (1) la producción contra el orden regular de la naturaleza, (2) el ser fantástico que causa espanto, (3) la cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea, (4) la persona o cosa muy fea, (5) la persona muy cruel y perversa, (6) los versos sin sentido que el maestro compositor escribe para indicar al libretista dónde ha de colocar el acento en los cantables y (7) la persona que en cualquier actividad excede en mucho las cualidades y aptitudes comunes.
La literatura no ha sido nada ajena a hacer realmente ilimitada la lista de monstruos y personajes monstruosos. Desde leyendas y relatos orales, mitos, cuentos populares sin autor conocido, hasta obras de variados géneros escritas en recientes siglos, décadas y años, es posible hallar personajes que en mayor o menor grado, tanto en el ámbito de la ficción realista como maravillosa y fantástica, presentan las características de anormalidad, espanto, exceso, fealdad o excepcionalidad del ser monstruoso. La cacofobia —el miedo a la fealdad o cosas feas en general— y la teratofobia —la aversión a los monstruos o al dar a luz a un monstruo o un bebé con deformidades— son temores que todo individuo experimenta ya sea con intensidad en la etapa infantil o con cierta moderación en la vida adulta, según el caso. Abrir un libro que anuncia en su marketera portada una historia perturbadora o inquietante es de algún modo reconectarse con prístinas oscuridades, y con las más tétricas y hórridas fantasías y pesadillas de la niñez.
Las versiones del gólem, la medusa ficticia y real (una, la llamada Turritopsis nutricula, goza nada menos que de la inmortalidad), el medieval homúnculo, la travestida lamia (rostro de mujer hermosa y cuerpo de dragón), el espantoso tritón, la enigmática esfinge, la hidra y su morfología delirante, el dragón y su ígneo temperamento, el fotografiado mothman (hombrepolilla) que anuncia las catástrofes actuales, el torpe y pertinaz zombi, el íncubo y el súcubo que engañan y riman demoníacamente al cuadrado pero no al cubo, la pétrea gárgola, la siempre fascinante quimera, el kraken (que no es otra cosa que el calamar gigante con cuyo nombre científico, Architeuthis, pierde magia y encanto), y mi preferido por mil y una razones: el minotauro, que no sería nada fuera de su fabuloso contexto (el laberinto o la pesadilla). A estos, cabe sumar nuestra valiosa selección nacional: la jarjacha, el pishtaco, la sachamama, el tunche, el chullachaqui y la runamula. Todos ellos, y muchos más, planteados y replanteados en historias auténticas y apócrifas, mitologías, fábulas creadas por tradición oral por una comunidad o suscritas por un autor, muchas prohibidas e innombrables por tabúes varios, otras censuradas, expurgadas y resumidas, algunas transfiguradas o reescritas hasta la perversidad. No se sabe hasta qué punto la tradición literaria concerniente al monstruo en sí, más allá del terror y la fantasía, podría considerar por fobias, perversiones y parafilias a libros como La filosofía del tocador del Marqués de Sade o Las once mil vergas de Guillaume Apollinaire. Todo dependería de qué acepción del diccionario empleemos, nos satisfaga y convenga. En el campo semántico de este vocablo hay lugar incluso hasta para el monstruo en computación de un no menos monstruoso instituto «superior» de informática. Pero ¿quién podría referir algo más sobre semejante monstruosidad publicitaria?
Sin duda, tras la figura del monstruo entran en juego la exacerbación en sentido positivo o negativo de la intolerancia, la exclusión, la discriminación, la segregación, el aislamiento, la postergación, el racismo, la xenofobia, la intransigencia, el nacionalismo, la marginación, el fanatismo y el sectarismo. Nadie más incomprendido que un monstruo. Nadie más aislado que Polifemo o las sirenas frente a Nadie. Quizá tenga que ver con algo no superado durante la infancia que hace ver lo raro, lo extraño, lo extranjero, lo inclasificable, lo extraordinario y lo escalofriante como verdaderas amenazas a la seguridad personal o comunitaria, como inminente pérdida del orden y control que se ambiciona para sustentar el mantenimiento de lo heredado y establecido y su transmisión a una próxima generación. Sin duda, no hay espacio real ni frontera concreta para los monstruos propuestos por Travis Louie, las situaciones monstruosas de Yuka Yamaguchi o los monstruos en situaciones monstruosas de Michael Hussar, para salir un poco del ámbito de lo estrictamente literario.
Pero ¿dónde habitan los monstruos? ¿En qué laberinto o pesadilla los hallamos? «El monstruo está en nosotros», nos recuerda Ana Casas en el prólogo del libro Las mil caras del monstruo, publicado muy recientemente por la editorial sevillana Bracket Cultura. La compilación de Casas reúne doce cuentos. Sus autores, nacidos entre 1961 y 1977, pertenecen a una generación de escritores españoles —o radicados en España desde hace décadas, como el peruano Fernando Iwasaki y el argentino Andrés Neuman— especialmente proclive al cultivo de lo fantástico y lo terrorífico. El título del libro recuerda al nombre de la famosa obra del filósofo y mitógrafo estadounidense Joseph Campbell, El héroe de las mil caras (1949), libro indispensable para comprender el ciclo heroico —retiro, iniciación, retorno, regreso y transformación del entorno—. Las mil caras del monstruo se enfocaría más bien en el clásico antihéroe, pero con el giro particular de mostrarlo como protagonista o, en todo caso, personaje con complejidad psicológica. La misma estructura del libro nos da luz sobre una interesante tipología del monstruo en un contexto muy particular: cerca o del lado de aquel, es decir, en la línea de frontera donde el monstruo inspira miedo y también deseo de emulación por sus dones sobrenaturales, su carácter trascendente y su aura única o fuera de serie.
El primer cuento de Las mil caras del monstruo, con la categoría révenants (fantasmas), es «El ritual» de Fernando Iwasaki. Este escritor nos presenta una tragedia de enredo. El narrador es un niño que relata la muerte de su hermano y entre torpezas e inocencias propias de la edad, obliga al lector a espantarse dosificadamente hasta el desenlace dramático, con el típico remate que busca poner los pelos de punta… pero no tanto por miedo sino por desazón. Este relato, donde la dimensión y profundidad del monstruo está dada por la imaginación del lector, es una magnífica manera de adentrarse en las brumosas páginas que siguen.
El segundo relato, con la categoría vampiros, es «Querida Sharon» de Manuel Moyano. En la novela Drácula, Bram Stoker utiliza diarios, cartas y noticias para urdir su trama. Pero el libro del irlandés no muestra siquiera una línea suscrita por el propio conde. El monstruo no tiene voz en la novela, pero Manuel Moyano se la otorga en el cuento «Querida Sharon». El relato, cínico e irónico, es una carta de Vlad a Sharon. En ella se expresa la imposibilidad del vampiro para verse reflejado en un espejo, y los problemas que esto acarrea. Pero todo es un pretexto para apreciar la psicología del vampiro mientras se despliega verbalmente, con calculada vanidad y arrogancia de cazador, alrededor de su objeto de deseo.
El tercer texto, con la categoría brujas, es «Azul ruso» de Patricia Esteban Erlés. Después de la publicación de El Aleph (1949), si un personaje «coincide» en llamarse Emma Zunz es, sin duda, inolvidable. En «Azul ruso», la autora delinea, al igual que el aludido cuento de Borges, la historia de un crimen y castigo. Emma Zunz gusta de atraer hombres hasta sus predios para transformarlos en gatos. Esta bruja enigmática, en su sensual soledad, se solaza con la presencia de incontables felinos. Todo marcha bien hasta que un gato de raza azul ruso, memorioso y astuto como Ulises, se la hizo ver negras. El relato, impregnado se sutilezas y movimientos rituales, revienta en un final elaborado con monstruosa asepsia.
La cuarta historia, con la categoría dobles, es «El precio del placer» de David Roas. Este escritor sale del clásico esquema del doble para desarrollar con originalidad la intriga de su cuento en un curioso juego sexual de alcoba. Las antípodas están en la mente y se materializan en una inoportuna disfunción, tras una incómoda dependencia entre las alteridades. Pero en esta historia hilarante, que un lector, con toda justicia, empieza a preguntarse en que irá parar, se presenta la agradable sorpresa de un juego paralelo de espejos. El doble por partida doble termina por poner orden en el plano aberrante de lo que se va narrando. Los ¿originales? él y ella consiguen recobrar su placentera rutina, en tanto que sus voyeristas dobles se empatan en semejante goce.
El quinto texto, con la categoría monstruos mitológicos, es «Flores atroces» de Ángel Olgoso. Ngapali es la playa más hermosa de las playas en Myanmar (Birmania). Y Ngapali es también una hermosa mujer que despierta las sospechas de su cuñado. Ella es el foco de «Flores atroces». Tras una minuciosa lectura de gestos, miradas suspicaces y detalles que podrían pasar inadvertidos, el narrador, quizá llevado por la atmósfera exótica que rodea su viaje o las evidencias que advierte en los movimientos que observa en su cuñada, concluye, sin decirlo, que es lo mejor del relato, que esa mujer, Ngapali, tendría más de dos brazos, como ocurre con Visnú, la hermosa diosa hindú que se le representa sosteniendo una flor de loto.
El sexto relato, con la categoría humanos metamorfoseados en monstruos, es «Los otros» de Andrés Neuman. Se podría considerar que la conciencia del cambio es más dramática que la transformación misma, y en eso se funda el interés narrativo de este cuento. El relato es un casi un minucioso recuento de cómo la razón trata de vencer a la pasión o al instinto de una monstruosidad desatada. Al igual que la famosa metamorfosis de Kafka, esta también ocurre con plena naturalidad y aceptación, pero con la diferencia abismal de que quien relata es quien la sufre y da cuenta de que lo mismo ocurre a su alrededor, y lo hace hasta sumarse a los otros.
La séptima historia, con la categoría monstruos devoradores, es «Los arácnidos» de Félix J. Palma. Este quizá sea el relato del conjunto que busca ex profeso infundir miedo y temor en el sentido más clásico del género. Sin embargo, el gran tema de esta tétrica historia son las relaciones de dominio y sometimiento entre una anciana que representa la corrupción del pasado y un joven que encarna la de-generación y la de-cadencia del presente. La no referencia explícita a la habilidosa deidad griega Aracné es un acierto, pues lo atroz se oculta en la oscuridad, y solo la imaginación consigue redibujar al binomio monstruo-laberinto, que atrapa a sus víctimas con sus fatales hilos.
El octavo cuento, con la categoría zombis, es «La hora de la verdad» de Santiago Eximeno. Con un estilo típicamente burocrático, como si se tratara de una fría y funcional política de gobierno, el autor nos ofrece un discurso crecientemente desconcertante. Este cuento sería la mejor respuesta ante una pregunta impostergable: ¿qué hacer ante una posible epidemia zombi? Pretexto ideal que permite la deliciosa combinación de ironía y terror, sobre la torpeza expositiva de un equipo de funcionarios gubernamentales que intentara cumplir de la mejor manera posible el encargo de saber qué hacer cuando se produce la primera muerte. El narrador sería un colectivo que ha pasado por varias instancias, aparte de la supuesta traducción, con los necesarios sellos, rúbricas y vistos buenos. Así que publíquese, léase y cúmplase.
El noveno texto, con la categoría animales extraños, es «Bestiario secreto en el London Zoo» de Juan Jacinto Muñoz Rengel. En este relato, el autor le juega una mala pasada al lector, lo cual no tiene nada de indignante ni oprobioso sino todo lo contrario. El cuento reúne muy bien el hallazgo del escondrijo y la aventura de recorrerlo, además de todos los ingredientes que hacen de una historia un cuento para no olvidar. De hecho, el protagonista, que dista del héroe típico, cumple más o menos con el camino del héroe planteado por Campbell, con la sorpresa de que el cambio del entorno también lo implicaría a él, aunque esta es solo una posibilidad de un muy equilibrado final abierto.
El décimo relato, con la categoría monstruos reales, es «Luego están los dentistas» de Pablo Martín. Nada como una pizca de «realidad real» en una antología sobre seres que espantan para marcar contrastes y reforzar nuestra noción de malignidad si colocamos la lupa en la quinta acepción que brinda la RAE cuando define el vocablo «monstruo» como persona muy cruel y perversa. Como plantea el narrador, después de una larga lista, están «… los curanderos, los matasanos, los medicuchos y los hechiceros. Luego están los dentistas». Aquí, el miedo surgido de la experiencia de cada quien se contamina con el miedo propio de la fantasía, es decir, la supuesta «realidad real» se reinterpreta en clave del género terror y sus códigos de descripción, con la asepsia de un consultorio dental.
La undécima historia, con la categoría máquinas asesinas, es «La familia y uno más» de Raúl del Valle. En este relato, el denominado «uno más», es decir, Pedrito, un electrodoméstico que, a medida que va ganando la confianza y el cariño de una pareja, el lector empieza a esperar que algo se quiebre en este ser aparatoso. Y el quiebre se da, pero con una doble sorpresa que desmorona cualquier desenlace que uno prevea. Un texto muy limpio, como los pisos relucientes que deja Pedrito, que hurga en la creciente dependencia del ser humano frente a las máquinas en situaciones muy concretas de la vida doméstica. Una aguda reflexión muy bien narrada que deja más de una inquietud.
Por último, el duodécimo cuento, con la categoría alienígenas, es «Invasión» de Ismael Martínez Biurrun. Desde la antigüedad el hombre ha buscado amuletos que lo salven de una amenaza. En el futuro no muy lejano que propone el autor de «Invasión» son los recién nacidos… y cumplirán con su propósito si es que no logran ser lingüísticamente competentes. Los afectados, víctimas de una absoluta falta de voluntad, mueren de desinterés por la existencia, pues su instinto de supervivencia ha desaparecido. El peor rostro de un monstruo no es, como hubiéramos creído, el que nace de la oscuridad, de un experimento diabólico o de una maldición. De hecho, si es intangible nos causa un mayor desasosiego, más aún cuando la última oportunidad de esperanza se agota y no hay contra quién disparar balas de plata, clavar estacas o reducir con un sortilegio.
Entre las mil caras del monstruo, justamente la que no logramos ver porque es invisible resulta ser la más terrorífica, pues es la que, al surgir desde nuestro propio temor paralizante, adquiere el rostro de todos nuestros pavores, angustias e inquietudes.